Artes de México

REVISTA ARTES DE MÉXICO | Que algo se salve de tanta muerte

02/09/2017 - 12:03 am

Ya me separo del mundo, / ya no quiero ser mundano, / ya los ángeles del cielo / ya me llevan de la mano. (“Despedimento de angelitos”) – El entierro no fue triste / porque nosotros venimos a la tierra prestados, / no es verdad que venimos / a vivir sobre ella. (Elena Poniatowska , “Hasta no verte Jesús Mío”)

Por Brianda Pineda Melgarejo

Ciudad de México, 2 de septiembre (SinEmbargo).- A la revista Artes de México le tocó poner su granito estético en la época sensacional de la década de 1990. Prueba de ello es el número 15, El arte ritual de la muerte niña, publicado en la primavera de 1992.

El historiador de arte Gutierre Aceves, devoto explorador del ritual conocido como “velorio de angelitos”, tuvo a bien coordinar este número que, como Águeda (la primera enigmática de Ramón López Velarde) nos provoca al hojearlos calosfríos ignotos. Uno de los primeros textos es, precisamente, un ensayo escrito por Aceves: Imágenes de la inocencia eterna; en él nos muestra la importancia simbólica de los ritos religiosos y da cuenta de la evolución iconográfica del rito infantil mortuorio.

Tras reunir los testimonios compartidos en entrevistas por personas que oscilaban entre los 30 y los 90 años y eran parte de la comunidad de Ameca, Jalisco; Gutierrez Acéves establece una relación entre los velorios de angelitos, la asunción de la virgen María, la muerte de mártires y santos y el desposorio de las monjas. Unidos todos ellos, simbólicamente, por la palma y la corona que marcan su muerte para el mundo los personajes que dan pie a estos rituales son vistos como modelos edificantes. No se debe llorar en sus funerales pues las lágrimas podrían dificultar su acceso a la gloria.

¿Qué significan en la imaginería cristiana los símbolos antes mencionados?

“los recursos simbólicos son los mismos: la corona como índice de la gloria reservada a las almas justas y la palma como alusión al triunfo sobre la muerte y a la virginidad de sus portadores […] como atributo de los elegidos por Dios, comenzando por la virgen y San José, tienen su fundamento en la creencia del paraíso como un oasis poblado de palmeras”.

Estamos hablando de una tradición de la que se tiene noticia desde el siglo xvii y que comienza a dejar huellas en el terreno artístico a mediados del siglo xviii. Este ritual mucho tuvo que ver con la insistencia cristiana por convertir al bautizo en el primer rito de socialización. Las condiciones de vida, en aquellas épocas, hacían de la muerte infantil un evento desafortunado pero común. Por lo tanto, no sorprende que los funerales de angelitos funcionaran no sólo como una estrategia a favor del dogma católico, sino como un rito de consuelo para las familias.

El bautizo despoja, como hasta hoy se cree, a los recién venidos al mundo de la mácula del pecado. Hay un lapso de tiempo, tras recibir las aguas bendecidas, en que la criatura goza de una condición angelical. Si por desgracia o “porque así lo quiso Dios” muere, su madre si es creyente habrá de refugiarse en la invención católica que la señala (al perder a su ángel) como una donadora de hijos celestiales. El niño, y es esto lo que convierte en ritual de celebración tan pronta pérdida, ascenderá a los cielos sin mayores juicios: siempre que haya sido bautizado. De otro modo su destino será el limbo, sitio de los suspiros y no de los lamentos, como escribió Dante.

Fotografías de Juan de Dios Machain. Foto: RAM

El carácter emotivo del ritual de la muerte niña está dado en varios niveles semióticos. Donde aparece la versión histórica y antropológica, narrada en palabras por Gutierre Aceves, también conviven pinturas de la época y fotografías tomadas en el siglo xix por un misterioso Juan de Dios Machain. Y para ilustrar, a cabalidad, el pesar profundo que debe traer consigo esta experiencia, encontramos entre las páginas de este número de Artes de México “Otoño”, poema escrito por el inglés Walter de la Mare en traducción del cubano Eliseo Diego:

Sólo está el viento donde la rosa estaba,
fría la lluvia donde la dulce hierba estaba,
y nubes como ovejas
trepan por los abruptos
y grises cielos donde la alondra estaba.

No está ya el oro donde tu pelo estaba,
no está el calor donde tu mano estaba,
sino vago, perdido,
debajo del espino,
tu espectro está donde tu rostro estaba.

Tristes los vientos donde tu voz estaba,
lágrimas donde mi corazón estaba,
y ya siempre conmigo,
hijo, siempre conmigo,
sólo el silencio donde la esperanza estaba.

En Conversación con los difuntos

EL NÚMERO QUE NOS OCUPA ES RICO EN PERSPECTIVAS

Cada autor quiere dar cuenta de los diversos mecanismos que dan vida y complejidad al ritual. De una manera extraña el poeta argentino Enrique Molina lo relaciona con la sensualidad mientras Jorge Esquinca establece un diálogo entre muerte y filosofía y Vicente Quirarte toma una muerte particular y rinde homenaje a su ausencia. La faz lúdica, el contraste necesario para que la muerte de los infantes no sea sólo lamentaciones, es abordado en La muerte angelical de Luis Mario Schneider; Venimos a la tierra prestados de Elena Poniatowska y Versos y juegos de los velorios de angelitos extraídos del folclor de la región de Puebla. Finalmente, la faz que sirve para dar vuelo a la imaginación queda expresado en los relatos Petrita: la niña viva de Josefina Vicens; El cometierra de Carlos Navarrete y Como hasta nosotros un niño a lo lejos de Roberto Tejeda.

Quisiera volver sobre mis letras, retomar el asunto de la complejidad semiótica del ritual hecho arte. La unión simbólica entre niños muertos antes de “tener uso de razón”, entre santos y mártires, entre la virgen María y las monjas, provoca un efecto icónico en las apariciones pictóricas más antiguas que hablan del tema. Esto puede verse reflejado en las obras del siglo xvii dedicadas a ilustrar el pensamiento cristiano: aunque tocan, como arriba enumeramos, varios modelos edificantes, también convidan a los niños a ser representados. Prueba de ello es el cuadro El martirio de los niños Justo y Pastor de José Juárez (1620- 1670) que Gutierre Aceves nos invita a contemplar.

La complejidad está en la evolución visual. En el siglo xviii, cambian las cosas. Los infantes exigen, al morir, con gran ahínco por parte de la sociedad, su reflejo: que algo se salve de tanta muerte. Las intenciones son notorias e ingenuas: los niños aparecen como adultos empequeñecidos, vestidos y en algunas ocasiones de pie y con los ojos abiertos, como si estuvieran vivos. En estas obras sólo sabemos que es un retrato post-mortem por la leyenda que nos informa del deceso. La vida exige su tributo a la muerte. Será este periodo el que determine en buena medida las formas de mostrar el rito en el siglo xix: el ocultamiento de la muerte por la vida se repetirá en los cuadros que conservan el indicativo floral y la leyenda que revela lo funesto. Pero aunque suavizada habrá en ellas una discreción que inquieta e intriga. Esta forma y aquella otra, magnífica, que ostenta (al mostrar al difunto rodeado de flores: dispuesto para su velación con una dignidad espectacular, llevando en una mano la palma florida y en la otra un tricornio) el poderío de pertenecer a un grupo social acaudalado son la herencia del siglo xviii que se propagó en el Arte Ritual de la Muerte Niña durante el siglo xix: momento histórico en que irrumpirá también la fotografía para desmitificar los alcances del espectro social al que se vinculaba este triste acontecimiento.

Fotografía de Romualdo García: Foto: RAM

La “democratización” de la imagen permitió, además de resignificar la muerte infantil en los sectores más pobres de México, que hoy en día existan más testimonios de ángeles y con ello una visión etnográfica más clara del ritual. La convivencia entre el soporte del lienzo y el fotográfico brindó, durante el siglo xx, nuevas perspectivas del motivo en el arte pictórico. Un ejemplo es la obra Niño muerto (1944) de Olga Costa donde no sólo se encuentra el niño tendido sino que aparece acompañado por su madre. Este acompañamiento, nos dice Gutierre Aceves, revela la asimilación iconográfica entre pintura y fotografía de la época.

Este número, aunque hace ya más de dos décadas de su publicación es valioso en palabras y es un misterio visual: las pinturas post-mortem que lo ilustran son, por decir lo menos, enigmáticas y, también, inspiradoras. La elocuencia del ensayo de Gutierre Aceves (aunque se distorsiona en un ritmo más ligero durante la parte final) halla su virtud en la selección de pinturas: El difunto Dimas Rosas (1937) de Frida Kahlo; A mi niño tan lejano tan presente; a mi ciclo vida muerte de Gonzalo Ceja; El angelito (1977) de Luis Valsoto y Coloquio de la niña y la muerte (1959) de Gabriel Fernández Ledesma. El formato de Artes de México, el acomodo de las imágenes y el suplemento Alebrije, monstruo de papel donde se tocan temas referentes al arte del momento (primavera de 1992) no pueden sino proporcionar al lector, veinticinco años después, una dosis de memorable asombro.

El arte ritual de la muerte niña, número 15, está disponible en esta página. Una sección de Artes de México para SinEmbargo.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video